A R T Í C U L O | Arguedas: El encuentro de dos mundos
- booksarecoming1
- 25 ago 2016
- 4 Min. de lectura

Decir “Arguedas” no tiene el mismo significado ni el mismo peso que decirlo hace 70 años. ¿Es que el Perú no tiene memoria? ¿O es solo un reflejo involuntario para olvidar la grave discriminación de la que nuestro país fue testigo? Y si es esta última, ¿por qué olvidar? El problema sigue existiendo y aunque este es menos evidente en la actualidad que en el pasado, el simple hecho que esté sucediendo es motivo de hacer algo por cambiar en lugar de seguir con la venda de la indiferencia. Como dijo Nicholas Murray Butler: "Hay tres clases de personas en este mundo. Quienes hacen que sucedan las cosas; las que ven suceder las cosas; y quienes no saben lo que está sucediendo.” Es claro que Arguedas era de las primeras y nosotros también deberíamos serlo para no caer en la mediocridad o en la ignorancia. Siéntete seguro de ser como eres. Ser “blanco”, alto, tener el cabello rubio o nacer en Lima no nos hace más y menos nos da el derecho de menospreciar a los demás. El propósito de este ensayo es exponer por qué la opresión de los blancos a los indígenas en la obra Yawar Fiesta significa el retroceso de su gente y caso contario el indígena, a pesar de su situación, se desarrolla como persona.
Yawar fiesta nos ambienta en un Perú racista, exactamente en la provincia de Lucanas, Puquio. Ahí encontramos cuatro ayllus que usualmente están compitiendo por cuál de ellos es el mejor. Sin embargo, de cierta manera todo cambia cuando los mistis, apodo por el cual son conocidos los blancos por los indígenas, van al pueblo de Puquio por cuestiones de comercio. Desde el ya observamos que, aunque hablamos de un mismo pueblo, parecen dos mundos distintos. Primero vemos un pulcro Jirón Bolívar el cual, en palabras de los mismos pobladores, es lo más bonito de Puquio. Por otra parte vemos a Chaupi, K’ayau, Pichk’achuri y Sillanayok, que hacen un contraste entre la riqueza misti y pobreza indígena del lugar. Sin embargo, a esta superioridad económica se le suma una ficticia superioridad racial que desencadena en una injustificada discriminación y malos tratos. ¿No les bastó con quitarles las tierras? ¿No les bastó tratarlos como animales? ¿No les bastó quitarles su ganado? ¿No les bastó golpearlos por pastar en tierras que según palabras del mismo misti ahora le pertenecían? Por lo que se ve, nunca les bastó.
Hasta cierto punto ese estilo de vida indígena marginado fue llevadero para ellos. Dejaron de quejarse para seguirles la corriente. Lloraban al frente de ellos implorando compasión con la esperanza que no les pasara nada. O en el caso de los indígenas que vivían en Lima, se dejaban menospreciar por el simple hecho de sentirse solos y no poder enfrentarse ya que sus empleos y vidas dependían de ellos. Mas la gota que derramó el vaso, en el caso de Puquio, fue cuando los mistis, hartos de los gritos, música y barbaries realizadas en el “Toropukllay” van a los altos mandos, que coincidentemente también son blancos, para exigir que se civilice esa tradición, pero ¿tenían razón en exigir eso? Recordemos que esta festividad consistía en dañar un toro hasta hacerlo agonizar para finiquitarlo con un dinamitazo. Puede que sí hayan tenido motivos válidos para querer cambiar esta tradición a una mucho más “humana”, pero había maneras de hacerlo. La solución no era “cholearlos” a todos y tildarlos de ignorantes para luego amenazarlos con castigos si es que no cumplían el decreto. El suprimir una cultura solo es símbolo de intolerancia y discriminarlos solo demuestra el subdesarrollo personal que les acontece a cada uno que lo realiza. Nadie tiene el derecho de infravalorar a una persona por no compartir su misma opinión o color de piel, porque al final de todo, tú convives con ellos y cuando les dicen “pueblo de indios”, como se muestra al principio, también te lo dicen a ti. No te gusta que te traten de esa manera ¿no?
Pero unirte con los indígenas y defender lo que ellos defienden no significa defenderlos. Tenemos el caso de Julián Arangüena que muy pesar que defendía el “Toropukllay”, ya que lo consideraba tradición imborrable, era un completo bárbaro con los indígenas. No tenía piedad e incluso de cierta manera se divertía exponiéndolos al peligro como cuando fueron a capturar al legendario Misitu y le disparó al caballo de uno de sus sirvientes. Sin embargo, Puquio no pecaba de tonto, se cuenta en la historia de Arguedas las grandes proezas que lograron cada vez que se unían por un mismo objetivo, como es el caso cuando construyeron una plaza o una increíble carretera de más de 60 kilómetros que unía su pueblo con Lima. Casi al final de la obra, y con el Misitu en la corrida, el pueblo, en la cara de los mistis, logran imponer su cultura, su tradición, o como dijo Don Pancho Jiménez: “La esencia de Puquio”. Pero no debemos limitarnos a eso, esa “victoria” representa más que una corrida, representa un inicio de lucha por la igualdad, no solo para ellos, sino para todos esos indígenas que habitaban en la costa, sierra y selva y que constantemente son marginados. Se dejaron de intimidar por alguien quien es todo menos superior y construyeron una carretera al progreso.
Decir Arguedas es más que hablar de indigenismo, es hablar de lucha, de igualdad, de derechos. Y no debe ser olvidado. En sus obras retrata perfectamente la situación del indígena marginado por alguien que cree que es superior solo por su color de piel, por su dinero o por su “intelecto”. Si aceptáramos esa realidad seríamos cómplices de aquella injusticia. Al final, los mistis solo mostraban la pobreza de corazón y la abundante intolerancia que poseían por aquellos que eran distintos. No obstante, los puquianos no se quedaron de brazos cruzados y lucharon por aquello que se les fue arrebatado, porque ese día Puquio ganó más que un espectáculo, ganó progreso personal, desarrollo y amor por lo suyo.
Claudia Castañeda Vásquez

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